viernes, 13 de febrero de 2009

El último partido


¡Cójanlo, atájenlo por la cuneta! No lo dejen pasar, que nos hace el gol-gritaba el capitán de uno de los equipos que se enfrentaban en el último partido del campeonato escolar, organizado por el más gomoso de los maestros por el fútbol, el Profe Julio.


Eran las ocho y media de la mañana y se jugaba el clásico del día: los estudiantes de cuarto contra los de quinto, pero este partido tenía un ingrediente que lo hacía más importante ya que, quien ganara, no solamente obtendría el título escolar, sino que tendría el patrocinio de la empresa del pueblo para participar en el Primer Campeonato Municipal de la Categoría Infantil, organizado por la joven Liga de Football,-como se escribía en la época-; el encuentro se jugaba en la cancha de la escuela, un espacio o más bien una muela entre los salones de tercero, las bodegas de la iglesia,- donde apilaban los sacos de harina de trigo, leche, avena y soya que regalaban los gringos para la población desnutrida-, la pared de la calle y la cancha de baloncesto.


Tal espacio tenía unos 20 metros de ancho por 30 de largo y era el único que se podía utilizar para jugar al fútbol, ya que la comunidad era muy aficionada al básquet.


Terminado el único tiempo y después de muchos agarrones, madrazos y amonestaciones del arbitro,- el estudiante más grande de la escuela que era de tercero-, resultó ganador el equipo de cuarto, por ser sus integrantes más duchos en el manejo del balón y sobre todo, en la conducción de éste por la resbaladiza cuneta donde echaban las sobras de leche con soya que le daban a los estudiantes y en la que se tenían que hacer muchas piruetas para no caer.


¡Muchachos! ¡Muchachos! llamó el orgulloso capitán del equipo ganador a sus compañeros. Tenemos reunión con el patrocinador a las 7 de la noche-les dijo- ¿Y a los que no nos den permiso para ir?-preguntó alguien- y el capitán respondió- Los remplazamos con los mejores de 5º, de modo que hagan todo lo posible, digan mentiras o invéntense tareas para que puedan salir y les recuerdo: muy puntualitos a las siete en la casa del patrocinador.

No faltó nadie, por supuesto. Y esa noche los estudiantes del equipo de cuarto salieron a hacer las tareas que nunca hacían, los mandados por los que les pagaban a sus hermanos pequeños para que se los hicieran y las visitas a las tías o primos a quienes no habían visitado jamás porque no les caían bien.


La señora del patrocinador los hizo entrar a la sala y en ella éste, acompañado por el capitán, llamó a lista y los saludó -Como ustedes saben, yo les doy los guayos, la pantaloneta, el suspensorio, las medias y la camiseta, del entrenamiento se encargará Rafa y lo deben hacer durante las horas de clase, para que cuando nos toque jugar lleguen un poco antes y trabajemos las estrategias del juego mientras empieza el partido, pues es el único tiempo del que puedo disponer y como ustedes estudian todo el día no hay otra solución. Recuerden que es costoso el mantenimiento del equipo y el objetivo es ganar el campeonato-les dijo y después de darles un poco de gaseosa con pan los despidió.


Salieron muy contentos porque todos habían asistido y por lo de los uniformes, pero no les gustó lo de entrenar únicamente en los recreos. Y hay otra cosa que no hemos tenido en cuente-dijo Medardo, uno de los delanteros del equipo- ¿qué?-preguntó Lucho, un defensa- pues que nosotros estamos acostumbrados a jugar en la escuela y cuando nos toque en la cancha grande, donde no podemos entrenar porque siempre la tienen ocupada los grandes, ¿qué vamos a hacer? Además allá no hay cuneta, que es algo que nos ha favorecido mucho.


En el parquecito, antes de irse cada uno para su casa, charlaron un rato al respecto pero no hallaron cómo resolver el problema. Luego se despidieron.
Durante la primera semana de entrenamientos formales, en los que jugaron y les ganaron a todos los equipos de la escuela, seguían sin solucionar los problemas de los que habían hablado la noche de la reunión sin encontrarles solución. Afortunadamente tenían siete semanas para solucionarlos. El campeonato comenzaba casi dos meses más tarde. Algo se les ocurriría y ocurrió. El sábado en la hora de recreo,-pues estudiaban de 8 a 11 de la mañana-, los llamó Gustavo, el arquero y el más pilo de todos y en un rincón del patio les dijo cómo había encontrado y cual era la solución. Todos quedaron satisfechos y gritaron de alegría, pues empezarían a entrenar en la cancha grande en la semana siguiente y los días lunes, miércoles y viernes.

Llegó el lunes y en la hora de Religión,-que les dictaba el Hermano Pablo-, empezaron a tirarles pequeñas piedras por la ventana, lo que alarmó al profesor y a los estudiantes que, en una acción muy bien coordinada salieron a perseguir a quien interrumpía la clase, dejando solo al maestro.


La persecución duró desde las 10:00 hasta las 11:30 a.m. y por más que corrieron no pudieron alcanzar al tira piedras; fueron hasta una vereda cercana al pueblo y en ella se les escabulló, según le contaron al Hermano en medio de jadeos por lo alterada de la respiración y el cansancio.
El suceso se repitió todos los lunes, miércoles y viernes de las siete semanas siguientes con similares resultados.


El campeonato empezó tal como se había previsto,-con desfile de los equipos participantes, congresillo técnico y sorteo de fechas-, y en su desarrollo se dieron muchas discusiones por los fallos de los árbitros y las agresiones continuas de los jugadores contra éstos por tales fallas, lo que obligó a los organizadores a contratar para la final,-entre el equipo de cuarto y el de quinto de la otra escuela, con la que siempre habían rivalizado y terminado en peloteras-, a un árbitro de un pueblo cercano muy reconocido por su autoridad y buen manejo de las acciones.


El día llegó y empezaron las acciones que se fueron caldeando por los continuos roces entre los jugadores de los dos equipos. En una de éstas varios jugadores se abalanzaron contra el árbitro y él, ni corto ni perezoso sacó una pequeña pistola,-que respaldaba su autoridad-, disparó al aire, y como por arte de magia desaparecieron los jugadores de los dos equipos, entre los matorrales adyacentes a la cancha y no fue posible, ni por los ruegos del juez ni de los organizadores, que aquellos salieran de sus escondites y terminaran el partido que estaba empatado. Por la tardecita, cada uno de ellos llegó a su casa decepcionado y nunca más se volvió a hablar del suceso ni se organizaron más campeonatos.



Fernando Bedoya Londoño, abril de 2.006


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